domingo, 8 de mayo de 2011

EXPLOSIÓN

Los días siguientes a la “revolución”, todo era caos y desesperación. Las calles bullían de gentes de todos los rincones del Planeta, y los perros ladraban a la luna pidiendo socorro. No sabíamos si algo había cambiado o en realidad, todo seguía igual.
Pero sí, todo seguía en su sitio, no había duda. La gente seguía comportándose como siempre. Ya no había alimentos, ni ropa, ni coches lujosos, ni puestos altos a los que ascender pisando al otro, ni rebajas por las que pelearse, tampoco facturas que pagar, ni hipotecas con las que mantener idilios de “esclavitud eterna”. Pero en el fondo, pese a que todo eso había desaparecido, sentía la miseria humana más cerca que nunca. Los instintos se volvían contra nosotros, y, exasperados, luchábamos unos contra otros aunque no tuviéramos nada que ganar. Esa era la misión: destrucción.
Ya habíamos acabado con todas los sistemas, las costumbres, los dogmas, incluso con los prejuicios establecidos. Ahora sólo debíamos destrozar nuestros principios, los pocos que nos quedaban (y sólo a algunos a los que nos metieron en la cabeza ideas absurdas como la solidaridad, la generosidad o la tolerancia).
-         ¿Cuándo vas a hacer lo que te he pedido?- gritó mi jefe desde su mesa.
-         Ahora enseguida me pongo, no tardo nada- contesté volviendo a la esfera real.
De repente toda esa gente desesperada, que luchaba sin principios se había transformado en mis compañeros. Y yo estaba allí, entre ellos, en una jungla de acero inoxidable y pantallas planas donde todo aparentaba ser maravilloso pero no lo era.

                                                                                                                                       La Duchessa

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