martes, 8 de marzo de 2011

El Periodista ante un Momento Histórico


            En octubre de 1803, el gran Napoleón entró en la ciudad alemana de Jena después de una noche de terrible bombardeo. Hegel, entonces un lector de filosofía sin sueldo en la universidad, le vio pasar por una calle, imponente a lomos de su caballo. La imagen del emperador le impresionó tanto que jamás la olvidaría. Fue uno de los encuentros personales de Hegel con la Historia que definirían su sistema filosófico. En otras palabras, un momento histórico.
            El otro día viví yo un momento histórico.
            Asistí, como periodista, a la despedida que el Palau de les Arts de Valencia le hacía al magnífico director musical Lorin Haazel. Era, además, su 81 cumpleaños y al concluir la ópera 1984, la orquesta interpretó los sones de “Cumpleaños feliz”, que los artistas presentes en el escenario y el público presente en las butacas y palcos corearon, cada uno en su idioma.
Esta visión me hizo evocar otras épocas en las que la burguesía emergente italiana hacía lo mismo en los teatros que se habían construido con su concurso, para oponer su fuerza económica al poder ocupado por la aristocracia imperial y pro austriaca.
            La responsable del gabinete de prensa del Palau, una eficiente y amable compañera, fue quien tuvo la ocurrencia de llamar a eso un momento histórico.
Curiosamente, yo ni lo sentía ni lo veía como tal. Ni siquiera poniendo por delante mi instinto periodístico conseguía autoconvencerme de ser testigo de un momento histórico de la humanidad. Algo en mi interior se sublevaba. ¿Qué? Me preguntaba yo, preocupado por este acceso de rebeldía.
¿Sería rencor de clase? ¿Frustración profesional, por no formar yo parte de aquella multitud de privilegiados que, por invitación administrativa o mediante taquilla o Servired, habían pagado un dineral para comprar el derecho a asistir al momento histórico? (Los invitados administrativos también compran su derecho a asistir a la ópera, pero lo pagan de un modo menos decoroso.)
Entonces, abandonando mi deformación profesional y metiéndome en la piel del intelectual erudito que todo periodista lleva dentro, reflexioné que en realidad cualquier representación de ópera en un ámbito como el Palau de les Arts de Valencia es, en sí mismo, un hecho histórico.
La ópera es el residuo manifiesto, explícito, contundente, de una época en la que la revolución la protagonizaba la burguesía, y en la que el proletariado todavía crecía en la inmundicia de las fábricas.
Al margen de la cualidad estética de la ópera (que yo soy incapaz de apreciar, y sólo veo como un disparate escénico y escenográfico con hombres y mujeres proclamando a voces cosas por lo general muy íntimas), lo que nos trasmite como fenómeno cultural es la ambición de una clase social por llegar al poder.
Así que, hoy, cuando quien manda de verdad es la burguesía (un sector de ella, los plutócratas de turno, disfrazados de socialdemócratas o de lo que haga falta) la ópera es un sinsentido político. Y a mi parecer, también estético, pero eso es todavía más discutible. El hecho de que los soviéticos promovieran la ópera, al igual que todavía hacen los chinos, no es más que una fosilización (un filósofo, por ejemplo Hegel, podría hablar de sustancialización, de hipóstasis, pero no creo que se lo tomara tan en serio) de un concepto: lo que antes era la representación del poder burgués, ahora es un tinglado al servicio del pueblo. ¿Es que el pueblo, quien quiera que sea ese concepto, carece de capacidad de crear su propia representación musical? O quizá es que no le hace falta.
Ocupado en observar a los ejemplares pertenecientes al ámbito cultural y social de la ópera, descubrí uno que me pareció su quintaesencia. Era una mujer de unos treinta años, alta, de largas y bellas piernas cubiertas de medias negras, una minifalda de volantes, como el tutú de una danzarina, una chaquetilla de modisto, y encima de todo, una cabeza monda y lironda. Como estaba en una de las alas del Palau no pude averiguar si había otros especímenes semejantes en el público.
Reconozco que este espectáculo (el del público en la ópera) me resulta irritante. Si es por envidia o por indignación de clase, no lo puedo precisar. Es algo que pertenece a la psicología. Pero eso de gastar miles de millones en construir palacios que encarnen la soberbia de un grupo social de sinvergüenzas (no es una apreciación subjetiva, ábrase cualquier periódico, y se verá qué tipo de individuos e individuas son muchos de los que van a la ópera para lucir el cráneo o el de su acompañante, no a disfrutar de la música) es algo que ya estamos lamentando. Porque ¿qué otra cosa sino el despilfarro es la base económica de la presente supuesta crisis?
Algún día no muy lejano llegará el verdadero momento histórico que muchos temen y otros esperan con ilusión. Ahí estaremos los periodistas inquietos para dar cuenta de él.
Fidelius Beyond

No hay comentarios:

Publicar un comentario